Sólo en el amor podemos verificar nuestra distancia respecto al mundo. En brazos de la mujer, el corazón se somete al instinto, pero el pensamiento vaga alrededor del mundo, fruto enfermo del desarraigo erótico. Y, por ello, de la efervescencia sensual de la sangre se alza una protesta melódica y desgarradora que no siempre somos capaces de distinguir, pero que está presente en el intervalo de un destello recordándonos de paso lo eternamente frágil que es el placer. De lo contrario, ¿cómo podríamos alcanzar en cada beso la muerte rosada, mientras agonizamos envueltos de abrazos?
¿Y cómo mediríamos la soledad si no nos miráramos en los ojos extraviados de la mujer? Porque a través de ellos el aislamiento se ofrece a sí mismo el espectáculo de su infinito.
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Lo equívoco del amor parte del hecho de que se es feliz y desgraciado a un tiempo, que el sufrimiento y el placer se igualan en un único torbellino. Por ello, la desdicha amorosa crece conforme la mujer más nos comprende y nos ama. Una pasión sin límites nos lleva a lamentar que los mares tengan fondo, y el deseo de sumergirnos en lo ilimitado lo aplacamos zambulléndonos en la infinitud del azul celeste. Por lo menos el cielo no tiene fronteras y parece hecho a medida de la verticalidad del suicidio. El amor nos induce a ahogarnos, provoca el anhelo de las profundidades. En eso se parece a la muerte. Así se explica por qué la sensación del fin la tienen sólo las naturalezas eróticas. Al amar se desciende hasta las raíces de la vida, hasta la lozanía fatal de la muerte. No hay rayos que te fulminen como un abrazo, y las ventanas se abren al espacio para que puedas arrojarte por ellas. Hay mucha felicidad y mucha desgracia en los altibajos del amor, y el corazón es demasiado estrecho para sus dimensiones.
El erotismo proviene de más allá del hombre; lo abruma y lo derriba. Y, por esa razón, abatidos por sus olas, los días pasan sin que nos percatemos ya de que los objetos existen, de que las criaturas se agitan y la vida se consume, ya que, atrapados en el voluptuoso sueño del amor por tanta vida y por tanta muerte, nos hemos olvidado de ambas, de suerte que cuando despertamos del amor, tras sus inigualables desgarros sentimos un lúcido e inconsolable desplome.
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El sentido más profundo del amor no es inteligible por «el genio de la especie» y tampoco por la superación de la individuación. ¿Quién puede creer que experimentaría intensidades tan crueles, de inhumana gravedad, si fuéramos simples piezas de un proceso en el que, personalmente, perdemos? ¿Y quién puede admitir que nos meteríamos en sufrimientos tan grandes sólo para desempeñar el papel de víctimas? Los sexos no son capaces de tanta renuncia ni de tanta falacia.
En el fondo, amamos para defendernos del vacío de la existencia como reacción contra él. La dimensión erótica de nuestro ser es una plenitud dolorosa que colma el vacío que hay en nosotros y fuera de nosotros. Sin la invasión del vacío esencial, que roe las entrañas del ser y destruye la ilusión necesaria para existir, el amor sería un ejercicio fácil, un pretexto placentero y no una reacción misteriosa o una convulsión crepuscular. La nada que nos rodea sufre por la presencia del Eros, ya que también él es una falacia contaminada por la existencia. De todo cuanto se ofrece a la sensibilidad el amor es lo menos vacío, y no podemos renunciar a él so pena de abrir los brazos al vacío natural, banal y eterno.
Al ser un máximo de vida y de muerte, el amor constituye una irrupción de intensidad en el vacío. Y toda intensidad es un sufrimiento del vacío. ¿Soportaríamos acaso las penas de amor si no fuera un arma contra el hastío cósmico, contra la putrefacción inmanente? ¿O nos deslizaríamos a la muerte en medio de suspiros y euforia si no encontráramos en ella una vía de ser hacia la inexistencia?
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Es muy posible que el amor contenga en sí mismo un potencial de felicidad mayor de lo que nuestra razón, contagiada por el corazón, tiende a creer. ¿De dónde vienen, entonces, los fúnebres acordes de la embriaguez esencial y el perfume de suicidio de los abrazos?
La arqueología fatal del amor saca a la superficie no solamente los dolores inconfundibles y actuales, sino también todas las desdichas incompletas que creíamos haber sepultado para siempre, todas las heridas que considerábamos cicatrizadas, y sacia el anhelo de sufrimientos prolongados. Justamente como en la liturgia erótica de Wagner, el lado sombrío del pasado se llena de vida y toma posesión de nuestro tormento incierto, de modo que somos menos infelices por las sensaciones inmediatas del amor que por las resucitadas y revividas del pasado.
Si el amor no fuera algo más que una presencia epidérmica, sería imposible asociarlo al sufrimiento. Pero el amor, como Dios, se aviene a un sinfín de predicados. La mujer puede ser un infinito nulo; pero frente al amor, lo infinito se ruboriza. Y es que todo es bien poco en comparación con el amor. ¿No hay momentos de amor a cuyo lado la muerte parece una pura desvergüenza?
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Hay hombres que si no pudieran meditar sobre el amor, enloquecerían de amor. La reflexión es la única derivación. Sin ella resultaría imposible soportar nada. Entonces moriríamos a causa de Dios, de la música o de la mujer. La transposición reflexiva suaviza la furia de las pasiones y atenúa el tránsito hacia el no ser que anida en todo placer. De esta suerte, el pensamiento se convierte en un instrumento de mediocridad.
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El amor nos muestra hasta dónde podemos estar enfermos dentro de los límites de la salud. El estado amoroso no es una intoxicación orgánica, sino metafísica.
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La profundidad del amor se mide por su potencial de soledad, el cual encuentra su expresión en un matiz de fatalidad, presente en los gestos, palabras y suspiros. La tendencia del corazón a no ser confiere al amor una mayor seriedad que a la desesperanza. Mientras ésta nos impide el acceso hacia el futuro, arrojándonos sin remisión al desastre puro del tiempo, el amor conjuga la falta de esperanza con la seducción de una única felicidad. La desesperanza es un lóbrego callejón sin salida, un irreparable incontenible, una exasperación de lo imposible, mientras el amor es una desesperanza hacia el futuro, abierta a la felicidad.
— Cioran, E. M., El ocaso del pensamiento, Tusquets Editores.